Tenía pensado escribir algo diferente hoy, pero es entonces cuando recibimos la llamada…
Es bien sabido que en las grandes ciudades la gente solemos cruzarnos día tras día sin ni si quiera saber cómo nos llamamos, saludando con un simple “hola” y una sonrisa. Este fue mi caso con él.
Residía con su familia en el edificio contiguo al nuestro, éramos incluso vecinos de parking, un coche al lado del otro.
Su presencia se me hizo familiar, hará algo así como unos seis años, cuando reparé en él y sus muletas, intentando caminar en el paseo donde vivíamos ambos.
Era alto, bien plantado y robusto, entrado ya en los cincuenta, distaba mucho de ser sociable, pues siempre que podía evitar saludar lo hacía, pero supo desde buen principio que su carga era de las que pesan mucho.
Se convirtió en “el vecino” para nosotros, este fue su apodo cada vez que hablábamos de él.
Pasaba la mayor parte de las mañanas andando arriba y abajo, abajo y arriba, descansando de vez en cuando en un banco bajo los árboles, apoyándose en sus muletas, cabizbajo, sin mirar a la gente, con la mirada fija en sus largas piernas.
Habríais notado, como lo noté yo, que algunas veces se sentía avergonzado por ser tan alto, pues es difícil ignorar la gente alta, pero él seguía andando arriba y abajo, abajo y arriba, dejando tras él un delicado perfume masculino.
Era inexpresivo, jamás ni una tímida sonrisa en los labios, siempre deambulando solo sin la compañía de un amigo, de su mujer o bien de sus hijos. Tan solo me limito a hacer una observación, no es ninguna critica, pues era sin lugar a dudas un hombre muy orgulloso para mostrar cualquier debilidad.
Así es que me acostumbre a él con el paso de los años, hasta convertirlo en algo tan habitual que ni si quiera me percate de que había dejado de andar.
Estas cosas pasan en las grandes urbes, en un vecindario de veinte familias, estas cosas, que triste, son muy normales hoy en día.
Un tono de llamada en el móvil de mi marido – él es el presidente de nuestra comunidad de vecinos – nos informaba de que acababa de fallecer, silenciosamente y con su exquisita discreción.
Me siento mal desde entonces y tengo que hacerle la reverencia por haber jugado todas sus cartas, por haber luchado como un jabato durante seis años, para derrotar a esta maldita mierda de enfermedad llamada cáncer de huesos… ha perdido.
Me siento terriblemente mal, tal vez hubiese podido compartir más que un simple “hola” y una sonrisa, tal vez hubiese podido decirle: “Hola… que día más hermoso. ¿Qué tal te encuentras hoy?”